Ser una perrita no siempre puede llevarse a gala como una quisiera: nunca
se me ocurriría recibir a mi familia con mi collar y mi correa, tengo que recordar siempre guardar todos mis juguetes si alguna
visita amenaza con perturbar la tranquilidad de mi mundo canino y sobre todo, no ladrar, no aullar a la luz de la luna en
presencia de extraños.
Intento recordar esto cada día pero ciertos errores son inevitables, pequeñas
pistas que inconscientemente voy dejando en el camino, descuidos que yo misma podría haber reconocido como peligrosos pero
que, acostumbrada como estaba a la naturalidad con la que me comportaba junto a mi Dueño, pasé por alto.
Ahora lo recuerdo con cierto distanciamiento irónico, como si yo no fuese
la protagonista de aquella escena, porque a mi misma me sorprendió la fuerza con la que enfrenté aquella situación. Cuando
sonaron las llaves de mi hermana abriendo la puerta de mi casa, no las oí. Ni siquiera el ruido de pasos de mis padres y mis
amigos entrando en el salón con sigilo.
Al levantar la cabeza del cuenco y ver a tanta gente cargada de globos, regalos
y la gran tarta para mi fiesta sorpresa de cumpleaños, casi me fallaron las patitas delanteras. Deseé que el cuenco del que
bebía fuese tan profundo que pudiese tragarme a mi, mi collar y la pelotita que mi Dueño me había enviado como regalo de cumpleaños.
Por unos segundos casi no pude respirar pero comprendí que no había muchas
salidas. Al levantarme solo veía a mi Dueño ante mi, sonriendo y acariciándome, hasta que las uñas clavadas en la palma de
mi mano me devolvieron a la realidad. Nadie se había movido de su sitio, helados ante mi desnudez y mi mirada desafiante.
Recuerdo perfectamente a mi hermana, blanca, iniciar un movimiento de retirada
cortado por mis palabras: "Sí, y qué?" les dije posando mis ojos en cada uno de ellos. Sin darles tiempo a reaccionar, puse
música en el equipo y tras recomendarles que se acomodasen, entré en el cuarto de baño a vestirme para poder disfrutar de
mi fiesta planeada con tanto esmero.